miércoles, 25 de noviembre de 2009

Maradona en BARCELONA

LA SINTESIS "¡Lo quería Barcelona / lo quería River Plei / Maradona es de Boca / porque gallina no es!", cantaba el pueblo boquense con razón y con orgullo. Pero los dólares (o las pesetas) pudieron más y retenerlo en el equipo fue una utopía. No en el corazón, claro, que eso no tiene precio.Pero hacia España partió Diego, al fin. Primero, para jugar el Mundial ’82. Y después, para quedarse en uno de los clubes más ricos del planeta: el Barcelona Fútbol Club.No fue fácil. O, mejor, no se la hicieron fácil.Más allá del catalán como lengua oficial de esa hermosa región española que es Cataluña, todos hablaban el mismo idioma... fuera de la cancha. Dentro de ella, Diego se encontró con que, para la mayoría de sus compañeros, era más importante correr que jugar. Más furia, menos talento. Y si bien los demás no podía aprender lo que él sabía desde la cuna, intuyó que él debía incorporar aquello que todos consideraban una virtud —"Dejar la piel en el campo", según la irónica definición de César Luis Menotti- para poder así contagiar algo de su magia intacta.No lo ayudó nada su primer entrenador en el club, el alemán Udo Lattek. El hombre se preocupaba más porque los jugadores cargaran gigantescas pelotas de entrenamiento que usaran la verdaderas —las de "fulbo"- en los partidos. Sin embargo, él se impuso. Y volvió a generar esa fantástica discusión positiva: son muchos los que dicen que las cosas que Maradona hizo con la pelota —con la de verdad- en el Barcelona, no las hizo en ninguna otra parte. Por ejemplo, aquel maravilloso gol a Real Madrid, eterno: con una amague, quebró a toda la defensa rival, que presionaba en la mitad de la cancha; corrió y corrió con la pelota pegada a su zurda, hasta encontrarse con el arquero, que salió a buscarlo más allá de su área; con otro amague no dejó que los rozara, ni a él ni a la pelota; entonces, encaró hacia el arco vacía, sin romper la amistad entre su pie y la pelota; cuando ya casi había llegado a la línea de gol y el travesaño le hacía sombra, aunque que era de noche, espió por uno de los tantos ojos de su nuca; Juan José, un barbado y melenudo defensor madrileño venía con todo, dispuesto a acabar con todas las partes de aquella relación; entonces, la magia; frenó de golpe, quitó su pie y... su pelota de la barrida del rival y lo dejó que pasara de largo, como el torero al toro; el pobre Juan José se estrelló contra el poste; el grandioso Diego tocó, ahora sí, al gol.Ningún hombre podía para a un futbolista así. Pero una enfermedad, sí. Una hepatitis lo enganchó desde atrás, cuando apenas llevaba tres meses exponiendo su magia.Había debutado el 4 de septiembre de 1982, perdiendo contra el Valencia, en Mestalla, por 2 a 1. Llevaba 13 partidos y 6 goles cuando debió ingresar en reposo absoluto. Reapareció recién tres meses después, el 12 de marzo, contra el Betis. El técnico era otro y las posibilidades de soñar también: Menotti y la Liga se ofrecían, con los brazos abiertos. Todo no pudo ser, pero algo sí: la codiciada Copa del Rey.Era cuestión de empezar de nuevo, no había forma de quebrar tanta determinación.Sí. La había. Tenía nombre y apellido: Andoni Goikoetxea fue el verdugo de la mejor zurda de la historia del fútbol. Aquel 24 de septiembre de 1983, muchos pensaron que su carrera se había acabado, en el peor de los casos, o que habría que esperar demasiado para volver a verlo en un campo, en el mejor. Se equivocaron ambos: su regreso en apenas 106 días fue el último milagro en España.Eso sí: para salvar su relación con el presidente Joseph Luis Núñez, que pretendía más protagonismo del que debía, hacía falta algo más que ayuda divina. más que ayuda divina. Y eso ya no tuvo solución. Al cierre de la temporada, en medio de una gresca real, en el final de la Copa del Rey contra el archirival Athletic de Bilbao, el 5 de mayo de 1984, en Madrid, todo se acabó.